jueves, 20 de enero de 2011

Y te aceptaron, desde luego. Dejaste Boston para trasladarte a París, a un piso pequeño de la calle de Faubourg Saint-Denis. Yo te enseñé el barrio, mis bares, mi colegio, te presenté a mis amigos, a mis padres, escuché los textos que tú ensayabas, tus cantos, tus esperanzas, tus deseos, tu música, tú escuchaste la mía, mi italiano, mi alemán, mis pinitos de ruso. Yo te regalé un walkman, tú me regalaste una almohada, y un día me besaste. El tiempo pasaba, el tiempo volaba y todo parecía tan fácil, tan sencillo, tan libre, tan nuevo y tan único. Íbamos al cine, íbamos a bailar, íbamos de compras, reíamos, tú llorabas, nadábamos, fumábamos, nos afeitábamos. De vez en cuando tú gritabas sin ningún motivo, o con motivo a veces, sí, a veces tenías motivos. Yo te acompañaba al conservatorio, yo estudiaba para mis exámenes, yo escuchaba tus ejercicios de canto, tus esperanzas, tus deseos, tu música, tú escuchabas la mía, los dos estábamos cerca, tan cerca, siempre tan cerca. Íbamos al cine, íbamos a nadar, nos reíamos juntos, tú gritabas con motivo a veces y otras sin motivo. El tiempo pasaba, el tiempo volaba. Yo te acompañaba al conservatorio, yo estudiaba para mis exámenes, tú me escuchabas hablar en italiano, en alemán, en ruso, en francés. Yo estudiaba para mis exámenes. Tú gritabas, a veces con motivo. El tiempo pasaba sin motivo. Tú gritabas sin motivo. Yo estudiaba para mis exámenes, mis exámenes, mis exámenes. El tiempo pasaba, tú gritabas. Tú gritabas. Tú gritabas. Yo iba al cine.

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El amor es como una goma elástica que dos seres mantienen tirantes sujetándola con los dientes.
Un día, uno de los que tiraban se cansa, suelta, y la goma le da al otro en las narices.